LA CÁMARA SANGRIENTA La cámara sangrienta El señor León, enamorado La prometida del Tigre Micifuz con botas El rey Elfo La niña de nieve La dama de la casa del amor Licantropía En compañía de lobos Lobalicia
LA CÁMARA SANGRIENTA
Título Original: The Bloody Chamber and other stories Traductor: de Matilde Home ©1979, Carter, Angela ISBN: 9788445071236
La cámara sangrienta
Me recuerdo despierta aquella noche, insomne en la litera del coche-cama, en un éxtasis delicioso, arrobador de loca efervescencia, la ardiente mejilla hundida en la impecable batista de la almohada y el batir frenético de mi corazón remedando el jadeo de los grandes pistones del tren, de ese tren que me llevaba lejos a través de la noche, lejos de París, lejos de la infancia, lejos de la casta y recoleta quietud del apartamento de mi madre, rumbo al inimaginable país del matrimonio. Y me recuerdo a la vez pensando con ternura en ella, imaginándola, a esa misma hora, en un lento ir y venir por aquel cuartito que yo había abandonado para siempre, recogiendo y guardando mis pequeñas reliquias, las ropas dispersas que ya nunca más volvería a usar, los programas de concierto, las partituras que no hallaran un sitio en mis baúles; me parecía verla demorándose en la contemplación de una cinta deshilachada, de una fotografía amarillenta, con todas las confusas emociones, la felicidad, las angustias de una madre en el día del casamiento de su hija. Y en el apogeo de mi triunfo nupcial sentí no obstante el desgarrón de una pérdida, como si en el momento en el que él me puso en el dedo el cintillo de oro yo, al convertirme en su esposa, hubiera de algún modo dejado de ser la hija de ella. ¿Estás segura?, me había preguntado cuando llegó esa caja gigantesca con el traje de novia que él había comprado para mí, envuelta en papel de seda con cintas rojas como un regalo navideño de frutas cristalizadas. ¿Estás segura de que lo amas? También para ella había un vestido, de seda negra con ese lustre opaco, prismático del aceite en el agua, más espléndido que cuantos usara desde su azarosa adolescencia en Indochina, ella, la hija de un rico plantador de té. Mi aquilina, mi indómita madre. ¿Qué otro estudiante del Conservatoire podía enorgullecerse de que su madre hubiese enfrentado a un sampán de piratas chinos, atendido a toda una aldea durante un azote de la peste, matado de un disparo con su propia mano a un tigre cebado, y todo ello antes de tener la edad que yo tenía entonces? --¿Estás segura de que lo amas? --Estoy segura de que quiero casarme con él. Y no hubiera podido decir más. Suspiró, como si la posibilidad de desterrar al fin el espectro de la escasez de su sitio habitual en nuestra magra mesa le causara no obstante una cierta desazón. Porque mi madre, ella, alegre, desafiante, escandalosamente había abrazado la pobreza por amor; y un buen día su apuesto soldado no había vuelto de la guerra, dejando a su esposa y a su hija un legado de lágrimas que nunca secaron del todo, una caja de cigarros repleta de medallas y el antiguo revólver de servicio que mi madre, a quien las penurias habían vuelto magníficamente excéntrica, llevaba siempre por si acaso en su ridículo, por si --me burlaba yo-- un bandolero le salía al paso a su regreso del mercado. De tanto en tanto una estampida de luces restallaba en las persianas, como si la compañía de ferrocarril hubiese mandado iluminar cada estación a nuestro paso en homenaje a la recién casada. Mi flamante camisón de satén se había deslizado, maleable como una túnica de agua pesada, sobre mis hombros y mis pechos menudos de adolescente, y ahora me acariciaba juguetón, egregio, insinuante, cosquilleándome los muslos mientras yo daba vueltas, insomne, en mi estrecha litera. En su beso, su beso de lengua y dientes y un raspón de barba, aunque tan delicado como la caricia de ese camisón que él me regalara, yo había tenido un atisbo de la noche de bodas, nuestra noche de bodas voluptuosamente postergada hasta que compartiéramos el gran lecho de sus ancestros allá, en ese feudo encumbrado, rodeado de mar y todavía fuera del alcance de mi imaginación...felina, la piel cobriza surcada por una salvaje geometría de barras del color de la madera quemada. La cabeza poderosa, abovedada, tan terrible que necesitaba esconderla. Qué sutiles los músculos, qué profunda la pisada. La aniquilante vehemencia de sus ojos, dos soles gemelos. Yo sentí mi pecho abrirse, partirse en dos, como desgarrado por una herida maravillosa. El valet avanzó unos pasos como si fuera a cubrir a su amo ahora que la señorita lo había conocido, pero yo dije: «No». El tigre, en virtud del pacto de no dañarme que hiciera con su propia ferocidad, permanecía inmóvil como una bestia heráldica. Era mucho más grande de lo que yo hubiera podido imaginar, yo que sólo había visto en el bestiario del Zar en Petersburgo aquellas pobres, desdichadas bestias con el dorado fruto de los ojos mustios ya, agostándose en el lejano Norte del cautiverio. Nada, nada en él sugería humanidad. Y ahora yo, temblando, me desabroché la chaqueta para demostrarle que no le haría daño. Pero no me era fácil y hasta me ruboricé un poco, pues jamás hombre alguno me había visto desnuda y yo era una joven orgullosa. Orgullo era, no vergüenza, lo que me entorpecía los dedos de ese modo; y cierto temor de que esa frágil muestrecita de tapicería humana que tenía ante él pudiera no poseer la grandeza suficiente para satisfacer las fantasías que él había alimentado respecto de nosotros y que, imaginaba yo, se habrían acrecentado quizá hasta lo infinito durante aquella interminable espera. El viento tamborileaba en los juncos, susurraba y remolineaba en el río. Yo exhibí a su silencio grave mi piel blanquísima, mis pezones encarnados, y hasta los caballos volvieron la cabeza para contemplarme, como si también ellos sintieran una curiosidad galante por la naturaleza carnal de las mujeres. La Bestia inclinó de pronto la poderosa cabeza; ¡basta!, dijo el valet con un gesto. El viento languideció, todo volvió a la calma. Un momento después, los dos se alejaron juntos, el valet en su jaca, el tigre corriendo delante como un lebrel; y yo, yo caminé durante un rato por la orilla del río. Por primera vez en mi vida me sentía en libertad. Luego, el sol invernal comenzó a empañarse, algunos copos de nieve cayeron, dispersos, del cielo crepuscular, y cuando volví a los caballos encontré a La Bestia de nuevo montada en su yegua gris, encapotado y enmascarado, y una vez más en apariencia un hombre, en tanto el valet traía balanceando en una mano una buena cosecha de aves de río y el cadáver de un cervatillo atado a su montura. Yo me encaramé en silencio al lomo de mi caponcito negro y así volvimos al palacio mientras la nieve que caía cada vez más espesa borraba las huellas que antes dejáramos en el camino. El valet no volvió a conducirme a mi celda sino a un boudoir elegante aunque anticuado con sofás de deslucido brocado rosa, el tesoro de un djinn en tapices orientales, y tintineos de caireles de cristal tallado. Desde sus candelabros de cornamenta de ciervo, las bujías arrancaban arcos iris de los corazones prismáticos de mis pendientes de diamante que ahora se hallaban sobre mi nuevo tocador, al pie del cual mi diligente doncella me esperaba, con su borla y su espejo. Con la intención de ponerme los pendientes en las orejas, cogí de su mano el espejo, pero éste se hallaba una vez más en uno de sus accesos de magia, y no vi en él mi propio rostro sino el de mi padre; en el primer momento me pareció que me sonreía. Luego vi que sonreía de pura autocomplacencia. Estaba sentado, vi, en la salita de nuestra hostería, delante de la misma mesa en que me había perdido, pero ahora enfrascado en el recuento de una tremenda pila de billetes de banco. Las circunstancias de mi padre ya habían cambiado: bien rasurado, la barba pulcramente recortada, elegante ropa nueva. Y al alcance de su mano, junto a un cubo de hielo, una escarchada copa de vino espumante. La Bestia, evidentemente, había pagado contante y sonante su fugaz visión de mis pechos, y la había pagado sin demora, como si a mí el mostrárselos no hubiera podido costarme la muerte. Luego vi que los baúles de mi padre estaban empacados, listos para la partida. ¿Sería capaz de abandonarme así, tan tranquilamente? Había una nota encima de la mesa, junto con el dinero, escrita con muy buena letra. Pude leerla con toda claridad. «La señorita llegará de un momento a otro.» ¿Alguna ramera con quien ya habría negociado una liaison a expensas de su botín? Nada de eso. Porque en ese mismo instante el valet llamó a mi puerta para anunciarme que podía abandonar el palacio cuando quisiera, y traía colgado del brazo un hermoso abrigo de cibelinas, mi pequeña y exclusiva gratificación. El regalo matutino de La Bestia, en el que se proponía empaquetarme y despacharme. Cuando volví a mirar el espejo, mi padre había desaparecido y lo que vi fue a una joven pálida, ojerosa, a quien casi no reconocí. El valet me preguntó con toda cortesía cuándo debería preparar el carruaje, como si no dudara de que yo me marcharía con mi botín en la primera oportunidad, en tanto la doncella, cuyo rostro no era ya la viva imagen del mío, continuaba sonriendo bonachonamente. La vestiré con mi ropa, la empaquetaré y la expediré para que haga el papel de la hija de mi padre. --Déjeme sola --dije al valet. Él ya no necesitaba cerrar la puerta con llave. Yo me puse los pendientes en las orejas. Eran muy pesados. Luego me quité el traje de montar y lo dejé en el suelo. Pero al llegar a la camisa, se me cayeron los brazos. No estaba acostumbrada a mi propia desnudez. Tan poco habituada estaba a sentir mi propia piel, que desvestirme por completo, ir quitándome una a una hasta la última prenda, era como si yo misma me estuviera desollando. Reflexioné que La Bestia había pedido una pequeñez, en comparación con lo que yo estaba dispuesta a ofrendarle. Mas para nosotros los humanos no es natural andar desnudos desde que por primera vez ocultáramos nuestras partes pudendas con hojas de higuera. Él había pedido lo abominable. Yo sentía un dolor tan atroz como si estuviera arrancándome uno tras de otro sucesivos pellejos. Y la muchacha sonriente plantada allí, absorta en la nada de su quimérica simulación de vida, viendo cómo me despellejaba yo hasta la fría, blanca carne de subasta; y si ella no me veía, tanto mayor aún la semejanza con la plaza del mercado, donde los ojos que te examinan no tienen en cuenta tu existencia. Era como si toda mi vida, desde que abandonara el Norte, hubiera pasado bajo la mirada indiferente de ojos como los suyos. Al fin quedé desnuda, desnuda como un hueso, salvo sus lágrimas irreprochables. Me arrebujé en las pieles que debía devolverle para que me protegieran de los vientos lacerantes que soplaban por los corredores. Conocía el camino hasta su guarida sin el valet que me guiara. Ninguna respuesta a mi vacilante llamado a su puerta. De pronto el viento trajo al valet revoloteando por el pasadizo. Sin duda había decidido que, si alguien se desnudaba, todos podían desnudarse; sin su librea reveló ser, como yo había sospechado, una criatura delicada, cubierta de una piel grisácea y sedosa, dedos pardos, flexibles como cuero y un morro de color chocolate, la criatura más dulce del mundo. Bisbiseó un momento al ver mis magníficas pieles y mis joyas, como si yo me hubiese engalanado para la ópera y, ceremoniosamente, con gran ternura quitó las cibelinas de mis hombros. Al instante, las cibelinas se transformaron en una jauría de ratas negras, cuchicheantes que de inmediato repiquetearon escaleras abajo sobre sus piececitos pequeños y duros, y desaparecieron de la vista. Con una reverencia, el valet me introdujo en el cuarto de La Bestia.
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