Pocas figuras han merecido en la historia un tratamiento tan amplio y apasionado como el hombre que, como Primer Cónsul y Emperador de Francia (1799-1804 y 1804-1814), rigió los destinos de Europa durante tres lustros: Napoleón Bonaparte. Genio indiscutible del arte militar y estadista capaz de construir un imperio bajo patrones franceses, Bonaparte fue, para sus admiradores, el hombre providencial que fijó las grandes conquistas de la Revolución Francesa (1789-1799), dotando a su país de unas estructuras de poder sólidas y estables con las que se ponía fin al caos político precedente. Sus enemigos, por el contrario, vieron en él «la encarnación del espíritu del mal» (Chateaubriand), un déspota sanguinario que traicionó la Revolución y sacrificó la libertad de los franceses a su ambición desmedida de poder, organizando un sistema político autocrático.
Las claves del rápido encumbramiento de Napoleón se encuentran en dos pilares fundamentales: su innegable genio militar y su capacidad para sustentar un sistema de gobierno en principios comúnmente aceptados por la mayoría de los franceses. Bonaparte fue primero, y ante todo, un estratega, cuyos métodos revolucionaron el arte militar y sentaron las bases de las grandes movilizaciones de masas características de la guerra moderna. Partiendo de una novedosa organización de las unidades y de una serie de principios (concentración de fuerzas para romper las líneas enemigas, movilidad y rapidez) que serían puntualmente ejecutados de acuerdo con unas maniobras tácticas planificadas y ordenadas por Napoleón en persona, sus ejércitos se convirtieron en máquinas de guerra invencibles, capaces de dominar Europa y de elevar a Francia hasta su máxima gloria.
Junto a la evidente relación entre los éxitos militares y la admiración popular, la consolidación del poder napoleónico también obedeció a que su principal protagonista supo captar los deseos de una sociedad que, como la francesa, se sentía exhausta tras la anarquía y el desorden que habían caracterizado la dirección política del Estado durante el decenio revolucionario (1789-1799). Al servicio del Directorio, el general corso había obtenido brillantes victorias en sus campañas contra las monarquías absolutas europeas, aliadas contra Francia en un intento de acabar con la Revolución. Cuando, al amparo de su inmenso prestigio, Napoleón dio el golpe de Brumario e instauró primero el Consulado (1799-1804) y luego el Imperio (1804-1814), regímenes autocráticos que encabezó como Primer Cónsul y Emperador, encontró un amplísimo apoyo en los más diversos sectores sociales, claramente manifiesto en los arrolladores resultados de los plebiscitos que se convocaron para su ratificación.
Biografía
Napoleón nació el 15 de agosto de 1769 en Ajaccio, capital de la actual Córcega, en el seno de una familia numerosa de ocho hermanos. Cinco de ellos eran varones: José, Napoleón, Lucien, Luis y Jerónimo. Las niñas eran Elisa, Paulina y Carolina. Gracias a la grandeza del futuro emperador Napolione (así lo llamaban en su idioma vernáculo), todos ellos iban a acumular honores, riqueza y fama, y a permitirse asimismo mil locuras. La madre de los hermanos Bonaparte (o, con su apellido italianizado, Buonaparte) se llamaba María Leticia Ramolino y era una mujer de notable personalidad, a la que Stendhal elogiaría por su carácter firme y ardiente en su Vida de Napoleón (1829).
Carlos María Bonaparte, el padre, siempre con agobios económicos por sus inciertos tanteos en la abogacía, sobrellevados gracias a la posesión de algunas tierras, demostró tener pocas aptitudes para la vida práctica. Sus dificultades se agravaron al tomar partido por la causa nacionalista de Córcega frente a su nueva metrópoli, Francia. Congregados en torno a un héroe nacional, Pasquale Paoli, Carlos María Bonaparte apoyaba a los isleños que defendían la independencia con las armas y que terminaron siendo derrotados por los franceses en la batalla de Ponte Novu, encuentro que tuvo lugar en 1769, el mismo año en que nació Napoleón.
A causa de la derrota de Paoli y de la persecución de su bando, la madre de Napoleón tuvo que arrostrar durante sus primeros alumbramientos las incidencias penosas de las huidas por la abrupta isla; de sus trece hijos, sólo sobrevivieron aquellos ocho. Sojuzgada la revuelta, el gobernador francés Louis Charles René, conde de Marbeuf, jugó la carta de atraerse a las familias patricias de la isla. Carlos María Bonaparte, que religaba sus ínfulas de pertenencia a la pequeña nobleza con unos antepasados en Toscana, aprovechó la oportunidad: viajó con una recomendación de Marbeuf hacia la metrópoli para acreditar su hidalguía y logró que sus dos hijos mayores, José y Napoleón, entraran en calidad de becarios en el Colegio de Autun.
Los méritos escolares de Napoleón en matemáticas, a las que fue muy aficionado y que llegaron a constituir en él una especie de segunda naturaleza (de gran utilidad para su futura especialidad castrense, la artillería), facilitaron su ingreso en la Escuela Militar de Brienne. De allí salió a los diecisiete años con el nombramiento de subteniente y un destino de guarnición en la ciudad de Valence. En aquellos años, el muchacho presentaba un aspecto semisalvaje y apenas hablaba otra cosa que no fuera el dialecto de su añorada isla. Sus compañeros, hijos de la aristocracia francesa, veían en él a un extranjero raro y mal vestido, al que hacían blanco de toda clase de burlas; no obstante, su carácter indómito y violento imponía respeto tanto a sus camaradas como a sus profesores. Lo que más llamaba la atención era su temperamento y su tenacidad; uno de sus maestros en Brienne diría de él: «Este muchacho está hecho de granito, y además tiene un volcán en su interior».
Juventud revolucionaria
Al poco tiempo sobrevino el fallecimiento del padre y, por este motivo, el traslado de Napoleón a Córcega y la baja temporal en el servicio activo. Su agitada etapa juvenil discurrió entre idas y venidas a Francia, nuevos acantonamientos con la tropa (esta vez en Auxonne), la vorágine de la Revolución Francesa (cuyas explosiones violentas conoció durante una estancia en París) y los conflictos independentistas de Córcega.
En el agitado enfrentamiento de las banderías insulares, Napoleón se creó enemigos irreconciliables, entre ellos el mismo Pasquale Paoli. El líder independentista había sido amnistiado en 1791 y nombrado gobernador de la ciudad corsa de Bastia; dos años después, sin embargo, rompería con la Convención republicana y proclamaría la independencia, mientras el entonces joven oficial Napoleón Bonaparte se decantaba por las facciones afrancesadas. La desconfianza hacia los paolistas en la familia Bonaparte se había ido trocando en furiosa animadversión. Napoleón se alzó mediante intrigas con la jefatura de la milicia y quiso ametrallar a sus adversarios en las calles de Ajaccio. Pero fracasó y tuvo que huir con los suyos, para escapar al incendio de su casa y a una muerte casi segura a manos de sus enfurecidos compatriotas.
Instalado con su madre y sus hermanos en Marsella, malvivió entre grandes penurias económicas, que en algunos momentos rozaron el filo de la miseria; el horizonte de las disponibilidades familiares solía terminar en las casas de empeños, pero los Bonaparte no carecían de coraje ni recursos. María Leticia Ramolino, la madre, se convirtió en amante de un comerciante acomodado, François Clary. El hermano mayor, José Bonaparte, se casó con una hija del mercader, Marie Julie Clary; el noviazgo de Napoleón con otra hija, Désirée Clary, no prosperó.
Con todo, las estrecheces sólo empezaron a remitir cuando un hermano de Robespierre, Agustín, le deparó su protección. Napoleón consiguió reincorporarse a filas con el grado de capitán y adquirió un amplio renombre con ocasión del asedio a la base naval de Tolón (1793), donde logró sofocar una sublevación contrarrevolucionaria apoyada por los ingleses. Suyo fue el plan de asalto propuesto a unos inexperimentados generales, basado en una inteligente distribución de la artillería, y también la ejecución y el rotundo éxito final.
En reconocimiento a sus méritos fue ascendido a general de brigada, se le destinó a la comandancia general de artillería en el ejército de Italia y viajó en misión especial a Génova. Esos contactos con los Robespierre estuvieron a punto de serle fatales al caer el Terror jacobino el 27 de julio de 1794 (el 9 de Termidor en el calendario republicano): Napoleón fue encarcelado por un tiempo en la fortaleza de Antibes, mientras se dilucidaba su sospechosa filiación. Liberado por mediación de otro corso, el comisario de la Convención Salicetti, el joven Napoleón, con veinticuatro años y sin oficio ni beneficio, volvió a empezar en París, como si partiera de cero.
Encontró un hueco en la sección topográfica del Departamento de Operaciones. Además de las tareas propiamente técnicas, efectuadas entre mapas, informes y secretos militares, esta oficina posibilitaba el trato directo con las altas autoridades civiles que la supervisaban. Y a través de dichas autoridades podía accederse a los salones donde las maquinaciones políticas y las especulaciones financieras, en el turbio esplendor que había sucedido al implacable moralismo de Robespierre, se entremezclaban con las lides amorosas y la nostalgia por los usos del Antiguo Régimen.
Allí encontró Napoleón a una refinada viuda de reputación tan brillante como equívoca, Josefina de Beauharnais, quien colmó también su vacío sentimental. Josefina Tascher de la Pagerie (tal era su nombre de soltera) era una dama criolla oriunda de la Martinica que tenía dos hijos, Hortensia y Eugenio, y cuyo primer marido, el vizconde y general de Beauharnais, había sido guillotinado por los jacobinos. Mucho más tarde Napoleón, que declaraba no haber sentido un afecto profundo por nada ni por nadie, confesaría haber amado apasionadamente en su juventud a Josefina, cinco años mayor que él.
Entre los amantes de Josefina se contaba Paul Barras, el hombre fuerte del Directorio surgido con la nueva Constitución republicana de 1795, que andaba por entonces a la búsqueda de una espada (según su expresión literal) a la que manejar convenientemente para defender el repliegue conservador de la república y hurtarlo a las continuas tentativas de golpe de Estado de los realistas, los jacobinos y los radicales igualitarios. A finales de 1795, la elección de Napoleón fue precipitada por una de las temibles insurrecciones de las masas populares de París, a la que se sumaron los monárquicos con sus propios fines desestabilizadores. Encargado de reprimirla, Napoleón realizó una operación de cerco y aniquilamiento a cañonazos que dejó la capital anegada en sangre.
Asegurada la tranquilidad interior por el momento, Paul Barras le encomendó en 1796 dirigir la guerra en uno de los frentes republicanos más desasistidos: el de Italia, en el que los franceses peleaban contra los austriacos y los piamonteses. Unos días antes de su partida, Napoleón se casó con Josefina en ceremonia civil, pero en su ausencia no pudo evitar que ella volviera a entregarse a Barras y a otros miembros del círculo gubernamental. Celoso y atormentado, Napoleón terminó por reclamarla imperiosamente a su lado, en el mismo escenario de batalla.
El militar exitoso
Desde marzo de 1796 hasta abril de 1797, el genio militar del joven Buonaparte se puso de manifiesto en la península italiana; Lodi (mayo de 1796), Arcole (noviembre de 1796) y Rivoli (enero de 1797) pasaron a la historia como los escenarios de las principales batallas en las que derrotó a los austríacos; Beaulieu, Wurmser y Alvinczy fueron los más destacados mariscales cuyas tropas fueron barridas por las de Napoleón. El inexperto general llegado de París en la primavera de 1796 despertó la admiración de todos los maestros en estrategia de la época y se convirtió en un tiempo récord en el terror de los ejércitos de Austria. En cuanto a sus propios soldados, el recelo de los primeros días pronto se transformó en entusiasmo: comenzaron a llamarle admirativamente «le petit caporal» y a corear su nombre antes de iniciar la lucha. Fue en esos días victoriosos cuando Napoleón varió la ortografía de su apellido en sus informes al Directorio: Buonaparte dejó paso definitivamente a Bonaparte.
Aquel general de veintisiete años transformó unos cuerpos de hombres desarrapados, hambrientos y desmoralizados en una formidable máquina bélica que trituró el Piamonte en menos de dos semanas y, de victoria en victoria, repelió a los austriacos más allá de los Alpes. Sus campañas de Italia pasarían a ser materia obligada de estudio en las academias militares durante innúmeras promociones, pero tanto o más significativas que sus victorias aplastantes fue su reorganización política de la península italiana, que llevó a cabo refundiendo las divisiones seculares y los viejos estados en repúblicas de nuevo cuño dependientes de Francia.
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